Las
interacciones forman parte de nuestra vida diaria y cuando dejan de
ser cordiales o, al menos, correctas pasan a romper nuestra armonía
vital. Cuando se altera nuestro mundo con una agresión verbal es
difícil recuperar tal armonía, por eso hemos de educar a los niños
y niñas en el respeto y la tolerancia. Vivir en sociedad es una
conducta a aprender, que en ciertos casos ha de ser reconducida,
puesto que algunas personas no la aprendieron cuando debían. Como el caso de Mary
Beard, el agresor fue expuesto, y solo entonces fue consciente de su
daño. El uso sin medida, es decir, el abuso de las redes sociales
para insultar ha de ser contenido y anulado. El propósito de hacer
daño es patente, las palabras hacen daño y no puede quedar impune
esta mala intención.
Mary
Beard fue centro de burlas masivas por su aspecto. Ella hacía
pública su imagen como divulgadora del mundo antiguo y lo que se
hizo viral fue su aspecto, el cual no corresponde con los cánones
establecidos… y ese fue su “pecado”.
Mary
es adulta y culta y ha sabido defenderse. El problema es cuando se
ataca a un niño o a una niña, alguien sin recursos, sin estrategias
que le proporcionen herramientas para defenderse de los insultos.
Sus reacciones pueden ser múltiples, pero lo más usual es que les
afecten, que condicionen su normal desarrollo, que hagan mella en su
personalidad. Esto es injusto, muy injusto. Se ha de proteger a la
víctima, pero, indudablemente, ha de actuarse sobre el foco de
agresión y, en la medida de lo posible, reconducir esta actitud nociva.
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